Succión

Ella ha echado la cabeza sobre su hombro. Lleva puesto un vestido corto; las sandalias le realzan las uñas de los pies. Varias veces el hombre ha contemplado disimuladamente aquellas uñas, muy cuidadas, pintadas de violeta. Pone la mano sobre el muslo, la deja allí posada; ella parece no darse cuenta, la vista clavada en el televisor, concentrada en la película. La mano del hombre, gobernada por una inefable voluntad, comienza a subir, a ascender el muslo. Ella abre un poco las piernas. La mano alcanza los labios mayores, los acaricia, acaricia el clítoris. Advierte que tiene unos labios menores inmensos. Los aparta, como se aparta una cortina, mete el dedo a través de ellos, lo mueve, lo sube, toca el orificio uretral, y baja, baja, baja hasta la vagina, e introduce allí el dedo. Aquella vagina es enorme, gigantesca. Introduce dos, tres dedos, introduce la mano, el brazo. Siente como le succiona. El hombre le mira el rostro antes de que todo se vuelva oscuridad; ella sigue viendo la tele, concentrada en la película, tranquila. Sólo una fugaz mueca perversa. Pronto está dentro, dentro del todo. Aquello es inmenso. Se está desplazando hacia el interior hasta que, de repente, se da cuenta, de que las paredes le aplastan. Entonces, con un esfuerzo inmenso, se gira, se dobla como nunca hubiera imaginado que fuera posible. Allí al fondo ve un poco de claridad. Trata de reptar hacia afuera, pero las paredes le aplastan, cada vez más, no puede moverse. Se ahoga. Intenta gritar, pero no puede.