Helena Králová, artista vaginal

Resulta innecesario presentar a Helena Králová, artista vaginal. Siempre ocupada, tuve que insistir e insistir hasta conseguir entrevistarla. Pasaron semanas hasta que encontró un hueco en su agenda y logré que nos citáramos en una cafetería de las afueras de Praga. Estoy harto de repasar mi libreta cuando por fin la veo entrar. 

Llega cuarenta y cinco minutos tarde, cuando ya me he tomado el primer café y he pedido un segundo. Ni siquiera se disculpa por su retraso: alguien como ella no puede llegar nunca a la hora. Cuando se desprende del aparatoso abrigo de piel, me fijo que lleva debajo una ropa bastante informal: camiseta, vaqueros, botas. Lleva el pelo recogido en una coleta. Al saludarla, compruebo que es mucho más baja que yo. Parece frágil. Se sienta y pide un refresco dietético. Cuando se quita las gafas, me doy cuenta de que hoy el iris de sus ojos es gris. 

Antes de nada, para que no se me olvide, le entrego una foto para que la firme. 

–¿Qué pongo? 

–No sé. A un admirador. 

Mientras firma, sacó la grabadora y la colocó sobre la mesa. Le resulta difícil utilizar el bolígrafo con aquellas uñas. 

–Sabes. A mi tío le gustaba mucho vuestra revista. Recuerdo que, cuando era una niña, solía mirar las fotos. Me gustaban mucho las fotos. También leía las entrevistas, por supuesto. 

–¿Vienes de Estados Unidos? 

Se toma un sorbo antes de responder. Le hace un gesto tranquilizador a su chófer, cuyo rostro ha aparecido al otro lado de la cristalera. Supongo que es también su guardaespaldas y, como he podido comprobar las últimas semanas, quien se encarga de responder al teléfono y organizar su agenda. 

Tengo que repetirle la pregunta. 

–Sí. Hemos estado en Nueva York tres semanas. Mañana viajáremos a Los Ángeles. Una película. 

Ya no me llama la atención que los artistas utilicen el plural para hablar de sí mismos. Todos van acompañados de un séquito monstruoso, directamente proporcional a su fama. Helena, que ha venido a Praga, según me había dicho su ayudante, para atender asuntos personales, ha dejado a sus acompañantes en los Estados Unidos. 

Repasadas todas las entrevistas que le han realizado en los últimos tiempos, había decidido empezar con preguntas cuya respuesta ya sabría. 

–Dejaste la República Checa recién cumplidos los diecinueve. ¿Echas de menos tu país? 

–Es duro vivir en el extranjero, sobre todo al principio… El idioma y todo eso. Los primeros años fueron difíciles. 

–Pero nunca has perdido el contacto. 

–No, ni mucho menos. Hace tres o cuatro años me dijeron que podía pedir la nacionalidad americana, pero yo dije que quería seguir siendo checa. Además, tengo aquí varios negocios. 

–¿Regresarás cuando… cuando te retires? Está asimilando la pregunta. 

–Sí, supongo que sí. Pero de momento no pienso retirarme –añade con una sonrisa, mostrándome unos dientes blanquísimos. 

–Me has dicho que vas a Los Ángeles para rodar otra película. Según tengo entendido, ya has hecho treinta y cinco. 

–¿Treinta y cinco? No, deben ser más... –se detiene. Piensa–. En las primeras, ni siquiera aparecía mi nombre en los títulos de crédito. Y luego me pusieron ese seudónimo. 

–¿Qué seudónimo? 

Desde luego, sé cuál es ese primer seudónimo, pero a ella le gusta contar la historia. 

–Un productor americano me preguntó qué significaba mi apellido y, cuando se lo dije, decidió llamarme Helena Queen. 

–¿No te gustan las películas de Helena Queen? 

Se toma otro sorbo del refresco. 

–Era muy joven y tenía que hacer lo que me decían. No podía quejarme. Ellos me ordenaban que me pusiera de una forma y otra y, si protestaba, se apresuraban a repetirme que había dos mil como yo. 

–¿Había dos mil como tú? 

Sonríe. 

–No, desde luego que no. Pero no lo supe hasta mucho después, cuando volví a ser Helena Králová. Entonces los mismos productores que me habían despreciado se arrastraban para que participara en alguna de sus películas. 

–¿Cuándo descubriste, bueno, tu habilidad? 

–Por casualidad. Estaba rodando una película en Las Vegas. Muy poco presupuesto y todo eso. Teníamos que compartir habitación en un hotelucho de las afueras y mi compañera era una artista vaginal. Ni siquiera sabía lo que era eso entonces. 

–¿Cómo se llamaba? 

–Su nombre. Lo divertido es que me lo han preguntado varias veces. Creí que se llamaba Bailey Butterfly, pero después conocí a la verdadera Bailey Butterfly. No lo recuerdo... Hay quien cree que toda la historia del hotel de Las Vegas es sólo fruto de mi imaginación. 

–¿Duele? 

–¿Qué? No. Ni mucho menos. Claro, hay que prepararse. Pero no es nada doloroso si se hace bien, sino todo lo contrario. 

Sonríe. 

Voy a hacerle otra pregunta, pero escucho unos golpes en el cristal de la cafetería. Su chófer le hace gestos de que se acaba el tiempo. 

Todavía me quedan algunas preguntas, preguntas difíciles. Le lanzo la primera.