Fantasías sicalípticas
Examen pendiente
–Le estaba buscando para hacer el examen pendiente –le dijo.
–Ve a la clase.
–¿Allí los vamos a hacer?
La profesora no respondió, sino que comenzó a buscar los papeles en su carpeta. Espero a que la chiquilla se hubiera alejado para decirles algo a sus compañeras.
–Estoy en el aula de 3º A. Algunas alumnas tienen que recuperar –dijo.
Nadie pareció escucharle.
Salió de la sala de profesoras y comenzó a recorrer el largo pasillo. Estaba en penumbra. Había caído la noche. Y sólo eran las cinco y media. Allí al fondo vio una puerta abierta, por la que salía un reguero de luz.
La alumna se había sentado en una silla, y tenía preparado un bolígrafo.
–¿No será muy difícil?
La profesora no dijo nada. Le tendió el folio. Después le tocó las manos. Las tenía heladas. Siempre las tenía heladas.
–No me va a dar tiempo –musitó la chiquilla.
Le acarició el cuello. Era tan suave. Sin embargo, no le gustaba el pelo. No, no le gustaba. Era demasiado fino. La niña trataba de escribir, ignorando las caricias.
–¿Hay que corregir las falsas?
Le metió la mano por el escote y notó la presencia del sujetador. Lo tenía apretado. Por fin consiguió meter la mano por debajo y comenzó a acariciarle los senos. Bajó la cabeza y le besó en el cuello. La alumna había dejado de escribir y permanecía sentada.
Sacó la mano del escote y la bajó más y más. Notó el vello. Lo tocó. Después, le besó en la boca. Había algo perturbador en aquel frío.
El actor
No sé si tú valdrás para esto. Quizá cuando tenías dieciocho o diecinueve años. Las actrices son más jóvenes que los actores. ¿Cuántos años tienes? ¿Veintiséis, veintisiete? Es no es edad para una actriz. Los actores tenemos una carrera más larga. Más larga en años, quiero decir. Aunque, a veces, los actores más conocidos han hecho muy pocas películas, menos películas que algunas actrices. Y sí, hay actrices que han alcanzado la fama con sólo una o dos películas. No le sé, cuando lo pienso. Es verdad que siempre es lo mismo. Tengo compañeros a los que le gusta. Te tiene que gustar. Quiero decir que una actriz puede fingir. Una mujer puede actuar. Hay algunas muy buenas en eso. A lo mejor les toca con un actor con el que no congenia, pero saca la escena. Las actrices siempre logran sacar la escena. Para los actores es más difícil. Tienes que estar concentrado, muy concentrado. Y tienes que llegar al plató… como decirlo, concentrado. Si los actores no estamos concentrados no logramos nada. Hay actores que fallan, desde luego. Pero la mayoría son profesionales. Sin embargo, he visto actrices que pueden venir de una noche entera en vela y que pueden grabar varias escenas. Un actor sólo sirve para una escena. Y, en mi caso, tengo que descansar varios días. Prefiero descansar. Necesito descansar. Descansar de todo. Para los actores, esto es como el boxeo. A nadie se le puede pedir después de un combate que vuelva a combatir; ni siquiera al día siguiente. Para las actrices, por el contrario, son como los luchadores. Tienen que entrenarse, pero, para ellas, se trata de una coreografía. Y ya he dicho que la primera vez que ruedas una escena te aprendes toda la coreografía que necesitas. Para ellas, no es tan cansado, pero para nosotros. Es agotador. A veces, cuando llego a casa, me duele, ya sabes... Me duele. Me acuesto en la cama y siento un dolor terrible. Y es duro tener a la pareja al lado y no poder hacer nada con ella. Sí, lo hacemos de alguna manera, pero no es lo mismo. Sólo cuando no hay un rodaje a la vista puedo estar con ella. Y por lo que sé, a las mujeres les resulta más fácil.
Helena Králová, artista vaginal
Resulta innecesario presentar a Helena Králová, artista vaginal. Siempre ocupada, tuve que insistir e insistir hasta conseguir entrevistarla. Pasaron semanas hasta que encontró un hueco en su agenda y logré que nos citáramos en una cafetería de las afueras de Praga.
Estoy harto de repasar mi libreta cuando por fin la veo entrar.
Llega cuarenta y cinco minutos tarde, cuando ya me he tomado el primer café y he pedido un segundo. Ni siquiera se disculpa por su retraso: alguien como ella no puede llegar nunca a la hora. Cuando se desprende del aparatoso abrigo de piel, me fijo que lleva debajo una ropa bastante informal: camiseta, vaqueros, botas. Lleva el pelo recogido en una coleta. Al saludarla, compruebo que es mucho más baja que yo. Parece frágil. Se sienta y pide un refresco dietético. Cuando se quita las gafas, me doy cuenta de que hoy el iris de sus ojos es gris.
Antes de nada, para que no se me olvide, le entrego una foto para que la firme.
–¿Qué pongo?
–No sé. A un admirador.
Mientras firma, sacó la grabadora y la colocó sobre la mesa. Le resulta difícil utilizar el bolígrafo con aquellas uñas.
–Sabes. A mi tío le gustaba mucho vuestra revista. Recuerdo que, cuando era una niña, solía mirar las fotos. Me gustaban mucho las fotos. También leía las entrevistas, por supuesto.
–¿Vienes de Estados Unidos?
Se toma un sorbo antes de responder. Le hace un gesto tranquilizador a su chófer, cuyo rostro ha aparecido al otro lado de la cristalera. Supongo que es también su guardaespaldas y, como he podido comprobar las últimas semanas, quien se encarga de responder al teléfono y organizar su agenda.
Tengo que repetirle la pregunta.
–Sí. Hemos estado en Nueva York tres semanas. Mañana viajáremos a Los Ángeles. Una película.
Ya no me llama la atención que los artistas utilicen el plural para hablar de sí mismos. Todos van acompañados de un séquito monstruoso, directamente proporcional a su fama. Helena, que ha venido a Praga, según me había dicho su ayudante, para atender asuntos personales, ha dejado a sus acompañantes en los Estados Unidos.
Repasadas todas las entrevistas que le han realizado en los últimos tiempos, había decidido empezar con preguntas cuya respuesta ya sabría.
–Dejaste la República Checa recién cumplidos los diecinueve. ¿Echas de menos tu país?
–Es duro vivir en el extranjero, sobre todo al principio… El idioma y todo eso. Los primeros años fueron difíciles.
–Pero nunca has perdido el contacto.
–No, ni mucho menos. Hace tres o cuatro años me dijeron que podía pedir la nacionalidad americana, pero yo dije que quería seguir siendo checa. Además, tengo aquí varios negocios.
–¿Regresarás cuando… cuando te retires?
Está asimilando la pregunta.
–Sí, supongo que sí. Pero de momento no pienso retirarme –añade con una sonrisa, mostrándome unos dientes blanquísimos.
–Me has dicho que vas a Los Ángeles para rodar otra película. Según tengo entendido, ya has hecho treinta y cinco.
–¿Treinta y cinco? No, deben ser más... –se detiene. Piensa–. En las primeras, ni siquiera aparecía mi nombre en los títulos de crédito. Y luego me pusieron ese seudónimo.
–¿Qué seudónimo?
Desde luego, sé cuál es ese primer seudónimo, pero a ella le gusta contar la historia.
–Un productor americano me preguntó qué significaba mi apellido y, cuando se lo dije, decidió llamarme Helena Queen.
–¿No te gustan las películas de Helena Queen?
Se toma otro sorbo del refresco.
–Era muy joven y tenía que hacer lo que me decían. No podía quejarme. Ellos me ordenaban que me pusiera de una forma y otra y, si protestaba, se apresuraban a repetirme que había dos mil como yo.
–¿Había dos mil como tú?
Sonríe.
–No, desde luego que no. Pero no lo supe hasta mucho después, cuando volví a ser Helena Králová. Entonces los mismos productores que me habían despreciado se arrastraban para que participara en alguna de sus películas.
–¿Cuándo descubriste, bueno, tu habilidad?
–Por casualidad. Estaba rodando una película en Las Vegas. Muy poco presupuesto y todo eso. Teníamos que compartir habitación en un hotelucho de las afueras y mi compañera era una artista vaginal. Ni siquiera sabía lo que era eso entonces.
–¿Cómo se llamaba?
–Su nombre. Lo divertido es que me lo han preguntado varias veces. Creí que se llamaba Bailey Butterfly, pero después conocí a la verdadera Bailey Butterfly. No lo recuerdo... Hay quien cree que toda la historia del hotel de Las Vegas es sólo fruto de mi imaginación.
–¿Duele?
–¿Qué? No. Ni mucho menos. Claro, hay que prepararse. Pero no es nada doloroso si se hace bien, sino todo lo contrario.
Sonríe.
Voy a hacerle otra pregunta, pero escucho unos golpes en el cristal de la cafetería. Su chófer le hace gestos de que se acaba el tiempo.
Todavía me quedan algunas preguntas, preguntas difíciles. Le lanzo la primera.
Histrión
El animador presentaba la siguiente actuación.
–Señores, puedo anunciarles que, después de un breve descanso, ha vuelto nuestro gran Martín. ¡Martín!
La pareja estaba sentada al fondo de la sala. Bebían un combinado, los dos.
–¿Quién es ese Martín?
–Martín. ¿No lo conoces? Es famoso, muy famoso en todos sitios.
–Si te lo pregunto es porque no lo conozco.
–Martín, ¿cómo decirlo? Es el artista más conocido del Taj Mahal. Ningún local ofrece lo que él ofrece.
Al escenario salió un hombre completamente desnudo. Estaba flaco, muy flaco. Se le marcaban las costillas.
–Uh, ¡cómo está de desmejorado!
–Pero, ¿qué hace?
–Ahora lo veras.
**
Martín se situó en el centro de la pista y cerró los ojos. Se estaba concentrando. Tenía que olvidar lo que había pasado, tenía que olvidar a aquella gente, tenía que concentrarse. Sintió el sudor recorriendo su cuerpo. Pensó en un río, en las orillas de un río cubierto de vegetación. Y allí, estaba ella. La veía.
**
–¿Qué hace?
–No lo ves.
El artista había tenido una erección. No muy grande, porque su pene era más bien pequeño, pero, al fin y al cabo, una erección.
–¿Eso es todo?
–No, no seas impaciente.
Levantó la mano, como alguien acostumbrado a hacerlo y llamó al camarero. Éste se acercó entre las mesas tratando de no tapar la visión de la pista, un poco agachado.
–Ponga otras dos. ¿Es la primera vez que actúa?
–Sí. La primera vez en dos meses.
No tuvo valor para preguntarle qué le había pasado.
–¿Qué está haciendo?
–Espera un poco y lo verás.
**
Ella estaba en el agua, vestida con la ropa interior. Le gritaba que se lanzara, que fuera junto a ella. Pero él no había traído el bañador. Ella le hacía gestos con el brazo. Vamos, vamos, le gritaba.
Por fin, ella salió. Se cogió el pelo y se lo secó. Un gesto que no olvidaría nunca. Después se sentó en la toalla y comenzó a hablar. No sabía qué decir. De pronto, de forma un tanto descuidado, ella se quitó la parte de arriba del biquini. Sus pezones semejaban dos pequeños montículos. No podía apartar la vista de aquellos pechos.
**
–Esto es estúpido.
El hombre de la pista había abierto los brazos. Se escucharon algunos murmullos en las primeras filas. El hombre cerró las manos, como tratando de coger fuerza.
–¿Qué está intentando hacer?
–No lo ves.
De pronto en la sala comenzaron a escucharse interjecciones, pero no hubo forma de saber lo que había sucedido, porque mucha gente se había levantado. Todos comenzaron a aplaudir. Por fin, cuando la gente se sentaba, sólo pudo ver como el artista, ahora con el pene fláccido, se lo limpiaba con un trozo de papel.
–¿Qué ha pasado? Eso es todo.
–Inténtalo tú. No es nada fácil.
–¿Quieres decir que…?
–Sí, nos hemos debido sentar en las primeras filas. Lo habríamos visto todos.
–Yo soy también capaz de hacerlo.
El hombre le miró displicentemente. No le respondió, sino que se llevó el vaso a los labios.
**
Le entregaron la bata cuando salió del escenario. Sólo entonces se sentía desnudo. Se dirigió hacia el camerino. Por el camino se encontró con doña Antonia.
–Muy bien, muy bien –le dijo. Se acercó a él y le dio dos besos en las mejillas. Se dio cuenta de que ella tenía el rostro muy frío–. Lo has hecho muy bien.
Por fin llegó al camerino. Allí se quitó el antifaz. Se sentó, evitando mirarse al espejo, no le gustaba la imagen que podía devolverle. Estaba cansado, agotado. Así era siempre.
Se echó un vaso del líquido que tenía encima de la mesa. Y se lo bebió de un solo trago. No podía decir que había sido más agotador que otras veces porque siempre lo recordaba tan fatigoso. Siempre así de agotador. Se echó un segundo vaso y tomó un trago.
**
Escuchó los nudillos que golpeaban la puerta. Habían vuelto también ellos, los aduladores.
–Adelante –dijo.
Intercambio
Le mostró la pantalla.
–¿Qué te parece?
Ella comenzó a leer.
–No sé... Parece demasiado barato.
–Estaríamos solos durante una
semana. Solos –repitió.
Ella le miró. Nunca habían
hablado de aquello, pero, de alguna manera, siempre lo tenían presente.
–Estamos a finales de mayo. El
año pasado...
De pronto se dio cuenta de que no
tenía que haber mencionado el año pasado.
–Todos los años –corrigió–, por
estas fechas, ya teníamos decidido dónde viajar.
–No sé, me gusta bañarme.
–Podrás bañarte. Siempre habrá
días de buen tiempo. Y cuando esté cubierto o llueva, siempre podemos coger el
coche.
Ella pareció pensar.
–¿Estaremos solos?
–Sí. Ya te lo he dicho.
–¿No me estarás engañando?
–El año pasado no te engañé.
Ella no dijo nada. Apenas habían hablado del asunto en todos esos meses. Había sido horrible. Incluso pasaron semanas durmiendo en camas distintas.
–No te lo había dicho.
–¿Qué?
–Me llamó. Él.
–¿Te llamó?
–Sí. Me preguntó dónde íbamos a pasar el verano.
El cuadro
Mame Masani lo examinó todo: la ropa, los muebles, los cuadros y las fotografías enmarcadas de las paredes, la comida del frigorífico. Yo había intentado que las habitaciones estuvieran limpias y recogidas, lo que nunca me ha resultado difícil, nunca. El trabajo de media jornada en la tienda me deja las tardes libres para ocuparme de la casa. La vieja me dijo que quería inspeccionar sola el dormitorio, sola.
–Ve preparando el té, niña.
La escuché abrir y cerrar cajones, mover sillas. Cuando vino a la cocina, el té ya estaba listo. Saqué las pastas que Faridah me había aconsejado comprar. Mame Masani lanzó una mirada satisfecha y se sentó. Se colocó la servilleta en el regazo. Le serví el té. Le pregunté si quería leche, pero me dijo que no. Le acerqué los terrones. Siguió en silencio, devorado pastitas.
–Mi querida Nabukenya –me dijo de pronto–, veo que eres una buena esposa.
Sorbió el té y me miró.
–No has hecho nada mal, mi niña.
Se quedó contemplando la foto de Okello que colgaba de la pared. Se la hizo cuando estaba en el servicio militar. Me gusta esa foto porque Okello está muy sonriente. Creo que aquella fue la época más feliz para él, la más feliz: todavía sigue viendo a camaradas, a amigos de entonces. Una vez me dijo que le hubiera gustado permanecer en el ejército, servir quizá en alguna guarnición de las montañas, pero que había tenido la mala suerte de que el gobierno hubiera decidido reducir los efectivos.
–Tu esposo… No sé como decírtelo.
–Es un hombre muy trabajador, muy trabajador.
–No lo dudo, niña –señaló mame Masani.
–Me dice que llega cansado y que no le apetece hacer… nada. Llega cansado.
–Esa ropa que tienes en el cajón de la mesita…
Me sonrojé, me sentí avergonzada: ¡había visto aquella ropa!
–Una amiga de Faridah me dijo que me la pusiera. Pero Okello se enfadó cuando me vio con ella...
Casi inmediatamente sentí un poco de remordimiento por la mentirijilla. No había sido una amiga de Faridah la que me había dicho que comprara aquella ropa obscena. Durante unos meses trabajó en la tienda de la señora Ibyara una muchacha cuya familia vivía a orillas del lago; se llamaba Wesesa y, por alguna razón, Faridah no la aguantaba. No, no era amiga de Faridah.
La chica del lago, Wesesa, me contó que se había casado muy joven, pero que se había separado del primer marido, porque no era nada ardiente, nada ardiente. Ahora estaba casada con un empleado del banco nacional, alguien más fogoso. Ella se había acostado con algunos de sus jefes y, entre risas, me había contado que su marido había recibido una inesperada promoción, una promoción que le pilló por sorpresa. Yo tuve que inventar cosas sobre Okello, que no sé si creyó.
Mame Masani parecía reflexionar mientras sorbía su té. Cuando terminó, me hizo un gesto para que le llenara otra taza. Se echó otros dos terrones. Siguió tomando pastas. Le gustaban especialmente aquellas que tenían una pasa encima.
–Sé lo que vamos a hacer.
–Sí, mame Masani.
–Te voy a traer un cuadro y la colgarás en la cabecera de la cama.
–¿Un cuadro?
–Ya lo verás, mi niña.
Quise echarle más té, pero ella había puesto la cucharilla sobre la taza. Aún así, cogió otra pastita, la última que quedaba con una pasa encima. Pasó un rato dándome instrucciones, que me resultaron muy extrañas, muy extrañas. Insistía en que tenía que hacer lo que me estaba diciendo. Traté de retener todo lo que me decía. Por intentarlo no pasaba nada, no pasaba nada.
–No sé, mame Masani, como agradecerle…
–No te preocupes, mi niña. Cuando tengas un hijo, ya hablaremos.
¡Un hijo! Me parecía aquello tan imposible. ¡Un hijo! Desde que nos habíamos casado, Okello no me había tocado, no me había tocado, ni siquiera me había rozado con sus grandes manos. Siempre decía que estaba cansado, muy cansado. Al principio, me había molestado un poco, pero me había ido acostumbrando. En la casa de madre tenía que ocuparme de mis hermanos, y nunca tenía tiempo para mí, nunca. Mis años de matrimonio con Okello habían sido como unas vacaciones, unas vacaciones.
Pero la gente había empezado a murmurar. Acanit, que se había casado en la misma época que yo, ya tenía dos hijos. La señora Ibyara, la dueña de la tienda, me había dicho que tenía que ir a un médico de Wakaliga Road, un doctor medio hindú que se ocupaba de las cosas de las mujeres. Fue mi amiga Faridah la que me habló de mame Masani.
La vieja se despidió. Agradecida, le acabé entregando las pastas que habían sobrado. A mí no me gusta tomarlas –he engordado desde que me casé– y Okello se enfada cuando compro algo que él cree que no hace falta, se enfada.
La hija mayor de mame Masani trajo el cuadro al día siguiente. Cuando abrí la puerta, la confundí con un hombre: tenía el pelo muy corto y llevaba un pantalón azul de obrero, un pantalón azul. Su aspecto era extraño. Me preguntó hoscamente dónde tenía que poner el cuadro, y lo colgó en el cabecero de la cama. Después me pidió una cerveza. Ya me había advertido mame Masani de lo que tenía que decirle.
–Mi marido no consiente que haya alcohol en casa.
Parecía enfadada, pero se contentó con un perfume, que la señora Ibyara, creyendo que era para mí, me había recomendado: la hija de mame Masani no parece de esas mujeres que se echan perfume, pero fue lo único que le di. Antes de marcharse, me pidió un vaso de agua. Dijo que tenía calor. Se quitó la camisa y se quedó sólo en camiseta: ¡y no llevaba nada debajo! Si hubiera habido delante de nosotros un hombre, yo hubiera pensado que era una descarada, una descarada: conocí a muchas así en el colegio, y todas acabaron mal.
A la hija de meme Masani, de repente, le entraron ganas de hablar. Me preguntó mi nombre y ella me dijo que se llamaba Kabonesa. Trabajaba en el taller de la familia. Quizá por eso, aquel aspecto, pensé. Le pregunté si tenía novio, pero mi curiosidad pareció molestarle. Se acabó marchando un poco bruscamente.
Cuando me quedé sola, examiné aquel cuadro una y otra vez, una y otra vez, y no podía explicarme cómo podía cambiar la actitud de Okello hacia mí. Pensé en Faridah: había quedado contenta con la vieja.
Aquella noche, como me había recomendado mame Masani, no preparé una cena especial. Hice puré de ñame, con una receta de la señora Ibyara. Después de la comida, nos pusimos a ver la tele. Echaban un concurso que me gustaba mucho, y que no suelo perderme. Quedaban ya sólo dos concursantes: una secretaria de Kasese y un maestro de Sironko. Dos pruebas más y uno de los dos ganaría el gran premio, el premio con el que todo el país soñaba. Cortaron el programa para los anuncios; siempre lo hacían, siempre. Fue el momento que aproveché para irme a la cama. Okello se quedó extrañado.
–¿No ves el final? –me preguntó.
–Ahora me lo cuentas.
Me quité la ropa y me quedé completamente desnuda, completamente desnuda. Pensé en madre: ojalá que no se enterara de nada de esto. Me tendí boca abajo, tal como me había dicho mame Masani. Aquella posición era muy incómoda, pero la vieja había sido clara: tendría que quedarme así. Pasaron veinte, treinta minutos. Escuché a Okello entrar en el dormitorio. Iba a preguntarle que qué había pasado con la mujer de Kasese, pero decidí permanecer en silencio.
Se quitó la ropa despacio. Pensé que, como es su costumbre, iba a echarse a mi lado. En pocos minutos comenzaría a roncar. Sentí su peso en el borde del colchón… Algo extraño estaba sucediendo. Noté que se ponía encima de mí, que me acariciaba la espalda, ¡¡me acariciaba la espalda!! Aquello estaba dentro. Faridah me había hablado, me había explicado cómo lo hacían ella y su marido, pero fue muy diferente, muy diferente.
Cuando Okello acabó, se echó a mi lado, jadeando. Le toqué el pecho: estaba cubierto de sudor. Bajé la mano, acaricié su piel. Por alguna razón, no me rechazaba.
–¿Enchufo el ventilador? –le pregunté.
–No, no –me dijo.
Seguí como estaba. No sabía si Okello iba a continuar. ¿De esto era de lo que hablaban las chicas de la tienda? Debo reconocer que me había dolido un poco, pero al mismo tiempo, de una manera que no puedo explicar, había sido agradable, había sido agradable.
–¿Qué ha pasado con la mujer de Kasese?
–¿Qué?
–¿Ha ganado la mujer de Kasese? ¿Ha ganado?
–Ve preparando el té, niña.
La escuché abrir y cerrar cajones, mover sillas. Cuando vino a la cocina, el té ya estaba listo. Saqué las pastas que Faridah me había aconsejado comprar. Mame Masani lanzó una mirada satisfecha y se sentó. Se colocó la servilleta en el regazo. Le serví el té. Le pregunté si quería leche, pero me dijo que no. Le acerqué los terrones. Siguió en silencio, devorado pastitas.
–Mi querida Nabukenya –me dijo de pronto–, veo que eres una buena esposa.
Sorbió el té y me miró.
–No has hecho nada mal, mi niña.
Se quedó contemplando la foto de Okello que colgaba de la pared. Se la hizo cuando estaba en el servicio militar. Me gusta esa foto porque Okello está muy sonriente. Creo que aquella fue la época más feliz para él, la más feliz: todavía sigue viendo a camaradas, a amigos de entonces. Una vez me dijo que le hubiera gustado permanecer en el ejército, servir quizá en alguna guarnición de las montañas, pero que había tenido la mala suerte de que el gobierno hubiera decidido reducir los efectivos.
–Tu esposo… No sé como decírtelo.
–Es un hombre muy trabajador, muy trabajador.
–No lo dudo, niña –señaló mame Masani.
–Me dice que llega cansado y que no le apetece hacer… nada. Llega cansado.
–Esa ropa que tienes en el cajón de la mesita…
Me sonrojé, me sentí avergonzada: ¡había visto aquella ropa!
–Una amiga de Faridah me dijo que me la pusiera. Pero Okello se enfadó cuando me vio con ella...
Casi inmediatamente sentí un poco de remordimiento por la mentirijilla. No había sido una amiga de Faridah la que me había dicho que comprara aquella ropa obscena. Durante unos meses trabajó en la tienda de la señora Ibyara una muchacha cuya familia vivía a orillas del lago; se llamaba Wesesa y, por alguna razón, Faridah no la aguantaba. No, no era amiga de Faridah.
La chica del lago, Wesesa, me contó que se había casado muy joven, pero que se había separado del primer marido, porque no era nada ardiente, nada ardiente. Ahora estaba casada con un empleado del banco nacional, alguien más fogoso. Ella se había acostado con algunos de sus jefes y, entre risas, me había contado que su marido había recibido una inesperada promoción, una promoción que le pilló por sorpresa. Yo tuve que inventar cosas sobre Okello, que no sé si creyó.
Mame Masani parecía reflexionar mientras sorbía su té. Cuando terminó, me hizo un gesto para que le llenara otra taza. Se echó otros dos terrones. Siguió tomando pastas. Le gustaban especialmente aquellas que tenían una pasa encima.
–Sé lo que vamos a hacer.
–Sí, mame Masani.
–Te voy a traer un cuadro y la colgarás en la cabecera de la cama.
–¿Un cuadro?
–Ya lo verás, mi niña.
Quise echarle más té, pero ella había puesto la cucharilla sobre la taza. Aún así, cogió otra pastita, la última que quedaba con una pasa encima. Pasó un rato dándome instrucciones, que me resultaron muy extrañas, muy extrañas. Insistía en que tenía que hacer lo que me estaba diciendo. Traté de retener todo lo que me decía. Por intentarlo no pasaba nada, no pasaba nada.
–No sé, mame Masani, como agradecerle…
–No te preocupes, mi niña. Cuando tengas un hijo, ya hablaremos.
¡Un hijo! Me parecía aquello tan imposible. ¡Un hijo! Desde que nos habíamos casado, Okello no me había tocado, no me había tocado, ni siquiera me había rozado con sus grandes manos. Siempre decía que estaba cansado, muy cansado. Al principio, me había molestado un poco, pero me había ido acostumbrando. En la casa de madre tenía que ocuparme de mis hermanos, y nunca tenía tiempo para mí, nunca. Mis años de matrimonio con Okello habían sido como unas vacaciones, unas vacaciones.
Pero la gente había empezado a murmurar. Acanit, que se había casado en la misma época que yo, ya tenía dos hijos. La señora Ibyara, la dueña de la tienda, me había dicho que tenía que ir a un médico de Wakaliga Road, un doctor medio hindú que se ocupaba de las cosas de las mujeres. Fue mi amiga Faridah la que me habló de mame Masani.
La vieja se despidió. Agradecida, le acabé entregando las pastas que habían sobrado. A mí no me gusta tomarlas –he engordado desde que me casé– y Okello se enfada cuando compro algo que él cree que no hace falta, se enfada.
La hija mayor de mame Masani trajo el cuadro al día siguiente. Cuando abrí la puerta, la confundí con un hombre: tenía el pelo muy corto y llevaba un pantalón azul de obrero, un pantalón azul. Su aspecto era extraño. Me preguntó hoscamente dónde tenía que poner el cuadro, y lo colgó en el cabecero de la cama. Después me pidió una cerveza. Ya me había advertido mame Masani de lo que tenía que decirle.
–Mi marido no consiente que haya alcohol en casa.
Parecía enfadada, pero se contentó con un perfume, que la señora Ibyara, creyendo que era para mí, me había recomendado: la hija de mame Masani no parece de esas mujeres que se echan perfume, pero fue lo único que le di. Antes de marcharse, me pidió un vaso de agua. Dijo que tenía calor. Se quitó la camisa y se quedó sólo en camiseta: ¡y no llevaba nada debajo! Si hubiera habido delante de nosotros un hombre, yo hubiera pensado que era una descarada, una descarada: conocí a muchas así en el colegio, y todas acabaron mal.
A la hija de meme Masani, de repente, le entraron ganas de hablar. Me preguntó mi nombre y ella me dijo que se llamaba Kabonesa. Trabajaba en el taller de la familia. Quizá por eso, aquel aspecto, pensé. Le pregunté si tenía novio, pero mi curiosidad pareció molestarle. Se acabó marchando un poco bruscamente.
Cuando me quedé sola, examiné aquel cuadro una y otra vez, una y otra vez, y no podía explicarme cómo podía cambiar la actitud de Okello hacia mí. Pensé en Faridah: había quedado contenta con la vieja.
Aquella noche, como me había recomendado mame Masani, no preparé una cena especial. Hice puré de ñame, con una receta de la señora Ibyara. Después de la comida, nos pusimos a ver la tele. Echaban un concurso que me gustaba mucho, y que no suelo perderme. Quedaban ya sólo dos concursantes: una secretaria de Kasese y un maestro de Sironko. Dos pruebas más y uno de los dos ganaría el gran premio, el premio con el que todo el país soñaba. Cortaron el programa para los anuncios; siempre lo hacían, siempre. Fue el momento que aproveché para irme a la cama. Okello se quedó extrañado.
–¿No ves el final? –me preguntó.
–Ahora me lo cuentas.
Me quité la ropa y me quedé completamente desnuda, completamente desnuda. Pensé en madre: ojalá que no se enterara de nada de esto. Me tendí boca abajo, tal como me había dicho mame Masani. Aquella posición era muy incómoda, pero la vieja había sido clara: tendría que quedarme así. Pasaron veinte, treinta minutos. Escuché a Okello entrar en el dormitorio. Iba a preguntarle que qué había pasado con la mujer de Kasese, pero decidí permanecer en silencio.
Se quitó la ropa despacio. Pensé que, como es su costumbre, iba a echarse a mi lado. En pocos minutos comenzaría a roncar. Sentí su peso en el borde del colchón… Algo extraño estaba sucediendo. Noté que se ponía encima de mí, que me acariciaba la espalda, ¡¡me acariciaba la espalda!! Aquello estaba dentro. Faridah me había hablado, me había explicado cómo lo hacían ella y su marido, pero fue muy diferente, muy diferente.
Cuando Okello acabó, se echó a mi lado, jadeando. Le toqué el pecho: estaba cubierto de sudor. Bajé la mano, acaricié su piel. Por alguna razón, no me rechazaba.
–¿Enchufo el ventilador? –le pregunté.
–No, no –me dijo.
Seguí como estaba. No sabía si Okello iba a continuar. ¿De esto era de lo que hablaban las chicas de la tienda? Debo reconocer que me había dolido un poco, pero al mismo tiempo, de una manera que no puedo explicar, había sido agradable, había sido agradable.
–¿Qué ha pasado con la mujer de Kasese?
–¿Qué?
–¿Ha ganado la mujer de Kasese? ¿Ha ganado?
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